jueves, 8 de marzo de 2018

No nacen víctimas, no son víctimas

Fernando Díaz Villanueva analiza la causa de la mujer y su situación en España. 
Artículo de Voz Pópuli: 
Sufragistas británicasSufragistas británicas EFE
El día internacional de la mujer empezó a celebrarse hace poco más de cien años. Se escogió el 8 de marzo a propuesta que hizo la comunista alemana Clara Zetkin en una conferencia feminista que tuvo lugar en Copenhague en 1910. A partir del año siguiente se convocaron las primeras marchas en las principales ciudades de Centroeuropa, muchas de ellas con afluencia multitudinaria.
Las demandas de este primer movimiento feminista pasaban fundamentalmente por exigir el derecho al voto y el de ocupar cargos públicos, algo que entonces estaba vedado a las mujeres en muchos países de Europa. Pedían también que se pusiese fin a las trabas legales para acceder a muchos empleos o a la misma universidad.
A lo largo de los siguientes años sus aspiraciones -legítimas, justas y necesarias todas- fueron cumpliéndose. La mayor parte de europeas conquistaron el derecho al sufragio, tanto el activo como el pasivo, en el periodo de entreguerras. El Reino Unido abrió la veda en 1918 y luego, tras la firma de la paz de Versalles, un país tras otro concedieron el derecho a votar a todas las mujeres.
España no fue una excepción. Las españolas obtuvieron el sufragio parcial en 1924 y el universal en 1931 gracias a los oficios de Clara Campoamor. Tampoco lo fue en el acceso a la educación superior. Casualmente, el mismo 8 de marzo de 1910 (el mismo día de la conferencia de Copenhague) el Gobierno de José Canalejas aprobó la admisión de mujeres en las universidades españolas con las mismas condiciones que los hombres. Quizá parezca tarde, pero recordemos que en algunas universidades europeas como la de Cambridge las mujeres no pudieron graduarse hasta 1947.
Conseguidos los objetivos básicos, el movimiento sufragista se fue poco a poco diluyendo. La celebración del 8 de marzo se mantuvo, pero sólo en la URSS, donde se convirtió en día festivo al término de la Revolución. La fecha quedó en cierto modo capturada por la mística soviética hasta que la ONU la rescató en los años 70. A raíz del Año Internacional de la Mujer en 1975 la Asamblea General pidió a los países miembros que, conforme a sus tradiciones y costumbres, escogiesen un día. De este modo y muy paulatinamente los Gobiernos del mundo fueron decantándose por el 8 de marzo.
Durante décadas, a esta jornada se la conoció como día de la mujer trabajadora porque, según aseguraban las activistas por los derechos de la mujer, era en el mundo del trabajo donde persistían las discriminaciones. Fue entonces cuando nació aquello de la brecha salarial, que es básicamente una trampa estadística. De ser así, si realmente las mujeres cobrasen un 20% menos que los hombres por idéntico trabajo el paro femenino sería inexistente. Desgraciadamente no es así, la tasa de desempleo femenino en España es ligeramente superior a la de los hombres.
En la última década a las exigencias laborales se unió la preocupación -unánime en toda la sociedad- por acabar con la violencia de género, que en algunos países del mundo (y no precisamente los occidentales) adquiere tintes de auténtica tragedia. Tanto sobre la discriminación laboral como sobre la violencia contra las mujeres se ha legislado intensamente durante los últimos años en todos los rincones del mundo. En España, la no discriminación por razón de sexo está consagrada en la Carta Magna y la ley de violencia de género es de las más ambiciosas y radicales del mundo, sino la que más.
¿Qué queda entonces por reclamar? La cruda realidad es que nada, pero sin embargo el movimiento ha ido a más hasta devenir en un engrudo ideológico dotado de una indescifrable jerga propia, enraizada en la dialéctica marxista y en la que han encontrado refugio toda clase de iluminados de ambos sexos. 

¿Una clase oprimida?

Para construir ese discurso, que a ratos es simple odio travestido de buenas intenciones, se han inventado una clase oprimida que se corresponde con todas las mujeres que hay sobre el planeta. Una clase oprimida es por su propia naturaleza un conjunto de víctimas involuntarias que hasta la fecha no han tenido los arrestos o la oportunidad de rebelarse contra el opresor. Porque si hay oprimido hay opresor. ¿Quién es entonces el opresor? Por simple descarte, los hombres en su conjunto que, según esta delirante teoría, gozan de infinidad de privilegios y mantienen consciente o inconscientemente a las mujeres en estado de sometimiento. Para remediarlo proponen descabelladas recetas que van desde la segregación en espacios públicos hasta la adopción masiva de políticas de discriminación contra los varones.
El argumento no se sostiene por ningún lado, al menos en España. El nuestro es un país en el que hay más universitarias que universitarios, en el que las mujeres ocupan importantes puestos directivos en las empresas y su presencia es muy amplia en sectores como la medicina, la judicatura, la enseñanza o la política. Hay, de hecho, más juezas que jueces, y en el sistema educativo son muchas más las profesoras que los profesores. Tal vez haya menos en ámbitos como el de las finanzas, pero no olvidemos que el banquero más importante del país es mujer, Ana Patricia Botín, se llama.
Las mujeres españolas no son, ateniéndose a lo que extraemos de la realidad, víctimas más que de sus propias decisiones individuales, lo mismo que los hombres. Tampoco nacen como víctimas ni necesitan estar tuteladas. Las niñas españolas tienen las mismas oportunidades que los niños. Si no consiguen llegar adonde se habían propuesto se deberá a falta de capacidad, de méritos o, simplemente, de suerte, pero no a un sistema que las discrimina deliberadamente.
Nuestras niñas han tenido la inmensa fortuna de venir al mundo en uno de los países más avanzados del mundo en materia de igualdad de género, tomemos el indicador que tomemos, incluido el de la violencia. España es uno de los países más seguros del mundo para las mujeres y se sitúa a la cola de Europa en los índices de violencia de género un año tras otro, muy por encima de países supuestamente modélicos como Dinamarca o Suecia.
Se puede mejorar, evidentemente, y en ello estamos. España es un país mucho más justo e igualitario en cuestión de género de lo que lo era hace medio siglo, no digamos ya hace cien años cuando el Gobierno permitió que accediesen a la universidad. Si Campoamor reviviese no reconocería hoy su propio país. Estoy seguro de que no cabría en sí de gozo al contemplar cómo nos hemos convertido en una sociedad mejor, más abierta, menos prejuiciosa y mucho más razonable. Esa transformación a mejor no se ha detenido. La evolución natural de las mentalidades irá limando con el tiempo los flecos que aún quedan del pasado pero que, y esto es importante, ninguno de ellos está fijado en la ley.
Hoy por hoy la nuestra no es una sociedad de víctimas y verdugos, de oprimidas y opresores, es una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales. Nos ha costado mucho llegar a hasta aquí. Velemos para que nunca deje de serlo.

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