miércoles, 19 de abril de 2017

No al turismo: el centro para pijos y gafapastas

Carmelo Jordá analiza la creciente ola y medidas contra el turismo promovidas desde la extrema izquierda. 

Artículo de Libre Mercado:
Pintadas contra el turismo en Barcelona | Instagram / Twitter / Facebook
Cada pocos días aparece en un medio español algún artículo de tono dramático sobre las funestas consecuencias que está teniendo la gentrificación de los barrios –hasta hace no tanto bastante degradados– del centro de las grandes ciudades. Uno lee estos reportajes y casi puede palpar un problema terrible que está causando dramas humanos como para escribir una segunda parte de Los Miserables.
Sin embargo, la cosa no nos suena tan terrible a los que conocimos, por ejemplo, el Madrid de los 80, aun devastado por la heroína, y recordamos cómo eran algunos de esos barrios hoy gentrificados y entonces prácticamente tomados por los drogadictos y la prostitución, que en muchas ocasiones eran lo mismo.
Zonas enteras de las ciudades se han ido mejorando, sobre todo por la llegada de nuevos vecinos que decidían vivir allí por las razones que fuera. Esto desplazaba a algunos vecinos anteriores, cierto, pero también suponía grandes beneficios para otros: los propietarios, por ejemplo, veían como el valor de sus viviendas y locales subía y, sobre todo, cómo su vida diaria se hacía bastante más agradable y mucho más segura; los comerciantes contemplaban cómo sus negocios florecían; y cualquiera que tuviese que pasar por allí respiraba aliviado.
Por supuesto, esto suponía una merma en la"autenticidad" y el "sabor" del barrio o, al menos, en lo que algunos cipotudos entienden por autenticidad y sabor: ese cóctel de delincuencia, pobreza y suciedad que queda tan bien en las series y las novelas negras, pero en el que resulta un tanto incómodo vivir, sobre todo si no eres un periodista-escritor de raza habituado a lidiar con la marginalidad.
Ahora dicen que a algunos de estos barrios está llegando una segunda oleada de gentrificación, sobre todo gracias al mercado de alquileres turísticos; de hecho, lo llaman turistificación. Pero resulta que a los beneficiarios de la primera les parece muy mal, así que los sesudos análisis de los periódicos denuncian que Airbnb empezó bien pero, oh perversidad capitalista, "ha degenerado y se ha convertido en un negocio". Un empresa montando un negocio, ¡no sé a dónde vamos a llegar!
Lo cierto, sin embargo, es que ni el turismo ni los apartamentos turísticos tienen la culpa de que en el centro de las ciudades suban los precios de los alquileres: la realidad es que la demanda es mucho más alta ahora y la oferta no puede crecer al mismo ritmo, gracias sobre todo a la intervención del Estado en el mercado y a la tolerancia de las autoridades con problemas como la okupación o los impagos, que retraen a muchos que en otras condiciones sí podría sacar sus propiedades al mercado.
Pero a quién le importan los datos, lo esencial es que aquellos que están en contra de cualquier cosa que genere riqueza últimamente han puesto su punto de mira en el turismo, ya tardaban en atreverse, por cierto, en un país en el que si hay algo que crea bienestar y empleos es, precisamente, el turismo.
Así, ciertos artículos especialmente sentidos se quejan del drama que está suponiendo para algunos esta nueva gentrificación. ¿Para quiénes? Pues para aquellos a los que les gusta vivir de alquiler barato en el centro de una gran ciudad. Muchos mortales pensaríamos que vivir en Malasaña –un barrio de Madrid muy céntrico y que ha mejorado muchísimo en los últimos años– es un privilegio que simplemente no podemos permitirnos, cuanto la verdad es que, por lo visto, es un derecho humano que las administraciones públicas deben procurar satisfacer con controles de precios –siempre tan eficaces– y (más) intervención en el mercado.
En resumen, que tenemos que despreciar el empleo y la riqueza de los que tan sobrados vamos y decir no al turismo: el centro para pijos y gafapastas… y además que se lo dejen baratito.

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